David y Cecilia (con nombres ficticios, claro, que “aquí nos conocemos todos”) no discutían.
No se lanzaban platos. Ni reproches. Ni frases de esas que acaban con “y es que tu madre…”.
No. Lo de ellos era más sutil. Más elegante. Lo más aprendido: la ley del hielo.
Ese tipo de relación que, desde fuera, parece estable. Incluso envidiable. De esas que “funcionan” porque no hay peleas, ni escenas.
Pero por dentro… el diálogo se ha apagado. Solo quedan los silencios, la frialdad y la distancia en el día a día.
Eran una pareja de esas que se llevan cordialmente, comparten techo, y se ignoran con respeto. Que por supuesto, veían series por separado porque “no coincidían en horarios”.
Una convivencia que no explota pero tampoco arde de deseo, ni emociona. Dos personas que se quieren… pero desde la rutina. Desde la distancia. Desde el sofá, pero en extremos opuestos.
Llegaron a terapia. Venían congelados. Emocionalmente hibernando. Querían volver a conectar. Aprender a hablarse. A dejar de hacer como si nada cuando todo estaba pasando.
Y yo, terapeuta recién salida del horno -con más ilusión que horas de vuelo- pensé: Aquí hay amor. Solo hay que ayudarles a descongelarlo.
Lo que pasó con David y Cecilia te lo contaré más adelante.
Pero ahora dime tú:
Las discusiones se han vuelto el hilo musical de casa.
O por no discutir, hay más silencio que en una misa de difuntos.
Cuando logran decir lo que sienten, lo hacen en modo bronca, reproche o sarcasmo.
El hogar ya no se siente como hogar. Más bien es como un piso compartido con normas de convivencia, pero sin afecto.
Se quieren, sí, pero tienen dudas obsesivas… ¿Le seguiré queriendo en mi vida?
Los celos se han convertido en vuestro tercer invitado permanente.
Ha habido una infidelidad (emocional, sexual, digital… da igual, dolió).
Están intentando abrir la relación, pero están bastante perdidos/as.
La pasión se ha ido a comprar tabaco. Desde hace meses.
El móvil se ha convertido en el refugio favorito para evitar la intimidad.
David y Cecilia también creían que estas cosas “no eran para tanto” hasta que decidieron dar el paso de ir a terapia.
Hola, soy Cintia Brito.
De pequeña era esa niña creativa, imaginativa y con un puntito dramático. El perfil ideal para tragarse todas las comedias románticas y creer que las relaciones se arreglan con un beso y una canción de fondo. A cámara lenta, por supuesto.
Ahora sé que no.
Ahora sé que el amor necesita algo más que finales bonitos: necesita herramientas, límites claros, tiempo de calidad, una comunicación que no suene a juicio y espacio para sanar heridas que muchas veces no empezaron en la relación de pareja.
También sé -por experiencia propia- que se puede querer mucho a alguien y, aun así, no saber convivir sin hacerse daño.
Por eso al acabar psicología en la Universidad de La Laguna, cursé el máster de Sexología y Terapia de Parejas en la Universidad de Nebrija y seguí profundizando en trauma, especialmente en la teoría del apego. Ese mapa interno que condiciona cómo nos vinculamos, nos alejamos… o nos aferramos.
Volviendo al principio, quiero terminar el cotilleo de David y Cecilia.
Entre dinámicas y conversaciones incómodas, el hielo se rompió. Volvieron a tener citas, hablar de verdad, incluso reírse.
Hasta que un día dijeron, sin dramatismos:
“Hemos decidido dejarlo.”
A mí se me congeló el alma. Pensé: la cagué. Pero no. Lo que pasó fue que dejaron de vivir en la Antártida. Se miraron y, por fin, se dijeron lo que llevaban años evitando:
“Te quiero, pero quiero otra vida.”
– ¿Y la terapia de pareja no es para arreglar lo roto?
No siempre. A veces es para mirar el pisaje con honestidad y decir: “hasta aquí.”
Porque el amor no desaparece de golpe; se esconde detrás del cansancio, el silencio, las rutinas. Y cuando por fin se habla de verdad, puede pasar algo poderoso:
o se reencuentran,
o descubren que no quieren —ni pueden— hacer los cambios necesarios.
Eso también es terapia de pareja.
No trabajo para que nadie se quede donde ya no hay vida, sino para que se escuchen y se miren. Para que, si queda algo, lo cuiden con intención. Y si no, que se despidan sin guerras ni gritos.
La terapia no es el último intento desesperado. Es el primer paso para dejar de ir en automático, para hacerse preguntas que dan miedo, pero también alivio:
¿Cómo estamos? ¿Esto se puede sanar? ¿Queremos lo mismo?
No puedo prometer salvar la relación.
Pero si hay ganas, sí prometo acompañarles a entenderse, reencontrarse o despedirse con respeto.
Es bastante común. Una parte viene para no tirarlo todo por la borda, la otra viene ilusionada. Lo importante no es que lleguen igual de convencidos/as, sino que estén dispuestos/as a no salir corriendo en la primera sesión. Muchas veces, la parte de la pareja más escéptica acaba siendo la más entregada.
Es caro sí pero, menos que un divorcio mal gestionado.
Igualmente, podemos tratar de flexibilizar – no en precios – en frecuencia.
Discutir, como tal, no dejarán de hacerlo nunca, y eso está bien. El objetivo no es evitar los desacuerdos, sino aprender a pelear bien: sin gritos, sin culpas baratas y sin usar el pasado como arma arrojadiza.
A menudo sí, si están dispuestos a enfrentarlos de verdad. Parte fundamental de la terapia es trabajar esas heridas que siguen doliendo aunque hagan como si no pasara nada. Pero ojo: no se trata solo de hablar del pasado, sino de cambiar actitudes en el presente. Si uno o ambos siguen actuando igual, por mucho que se hable, no habrá avance. La diferencia está en lo que hagan después de cada sesión.
Del lado de la relación. No soy árbitro, ni juez, ni la nueva mejor amiga. Mi trabajo es incomodar lo justo para que hablen claro, se escuchen de verdad y se entiendan. Crearé un espacio seguro donde ambos puedan expresarse con libertad, asegurando que sus voces sean escuchadas y respetadas por igual. Si no no lo viven así, díganmelo sin rodeos.
Entonces están viendo la realidad con claridad, y eso ya es un paso importante. La terapia no busca que sigan juntos a toda costa, sino que tomen decisiones con honestidad. A veces eso implica reconstruir el vínculo, y otras aceptar que el camino compartido ya no tiene sentido. Lo importante es que lo descubran ahora, con apoyo y sin autoengaños, y no después de años acumulando silencios y frustraciones. Separarse con respeto puede ser más sano que seguir por inercia, por costumbre o por «la familia».
Contamos con la formación y la experiencia necesarias para ofrecer terapia afirmativa LGTBI+ y en no monogamias. Nuestro entorno es sensible, inclusivo y respetuoso, lo que significa que nuestra consulta es un lugar seguro para cualquier persona, sea cual sea tu condición puedes tener la confianza de que recibirás un apoyo comprensivo, libre de juicios y adaptado a tus necesidades específicas.
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